Una de las manifestaciones del amor del Corazón de Jesús a sus Apóstoles en la Última Cena, siendo ya su partida inminente, fue la promesa consoladora de no dejarles solos, como huérfanos. Es entonces cuando, humilde y lleno de admiración, Judas Tadeo, estupefacto por las novedades que acaba de escuchar del divino maestro se atreve a preguntarle y recibe una precisa respuesta.
“Señor, ¿qué ha pasado que vas a manifestarte a nosotros y no al mundo?” (Jn 14, 22). “Si alguno me ama, guardará mi palabra” (v.23).
Esta breve respuesta muestra lo que hace idóneos a los Apóstoles para retener la manifestación del Señor: la caridad (“Si alguno me ama”) y la obediencia (“guardará mi palabra”). Es la caridad la que une al hombre con Dios, la que hace que elevemos nuestros ojos para descubrirle, la que va purificando esa visión tantas veces empañada por los afectos desordenados a los placeres y a las honras vanas del mundo. Pero esa caridad no sería verdadera si rehusase obrar; es en la obediencia a su palabra, es en la guarda de los mandamientos del Señor, donde la caridad se hace obra.
Puede un hijo decirle a su padre que le quiere mucho; pero si al pedirle él una cosa, el hijo no obedece, esa desobediencia demuestra, al menos, la tibieza de su amor. ¿Soy yo buen hijo? ¿Vive en mí esa caridad y esa obediencia necesarias para que Cristo se me manifieste?
“Y mi Padre le amará y a él vendremos y haremos morada en él” (v.23)
No contento con responder a la pregunta del buen Judas, quiere el Señor detallar cuál va a ser el proceso y orden de esta manifestación: primero, la divina dilección; segundo, la divina visitación; tercero, la perseverancia en su amor y visitación. La caridad consiste en un intercambio entre Dios y nosotros, y en este negocio siempre salimos ganando. Porque yo le doy a Él mi amor y, a cambio, el Padre me da su amor, y con su Hijo vienen a mí. Este venir no es una visitación al estilo de un cambio de lugar, sino una visitación misericordiosa, por gracia, colmándome de sus afectos, iluminando mi entendimiento, moviendo mi voluntad a servirle.
Mas no viene Dios de visita para marcharse enseguida. Viene para quedarse, viene para establecer su morada en mi alma de una manera firme y familiar. En alguna traducción de la Sagrada Escritura podemos encontrar la palabra mansión en lugar de morada. En su origen, mansión es palabra que viene del verbo latino maneo (que es la versión latina del griego μένω) y significa algo así como “el lugar donde uno permanece”. Esto es lo que quiere hacer Dios conmigo, un familiar suyo, un hijo suyo, para siempre.
Si la voluntad de Dios fuera la nuestra… Pero preferimos muchas veces hacer nuestra voluntad contra la suya. Esto es el pecado. ¡Qué terrible es el pecado mortal! Es echar de nuestra morada, de nuestra mansión, a Dios, Dueño de ella. Y Él, callado, se retira de esa alma donde había venido para quedarse.
“Quien no me ama, no guarda mis palabras”(v.24). Por eso el mundo no puede recibir la manifestación del Señor. ¿Soy yo del mundo o de Cristo?
(Inspirado en el comentario de Sto. Tomás de Aquino al Evangelio de S. Juan)
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P. Miguel Acosta m.C.R
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