Para exponer este tema de la mejor manera me voy a remitir principalmente al desarrollo teológico-doctrinal del Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino, a cuya brillantez conviene acudir siempre que se quiera combatir las tinieblas del pecado y la ignorancia. Sin embargo, tengo que aclarar que, al no ser este un artículo académico, en algunas ocasiones me tomaré la licencia de parafrasear al Aquinate en aras de una lectura mucho más ligera. Las citas literales estarán entrecomilladas y en cursiva.
Las dos dimensiones de la corrección
Según leemos en la cuestión 33 de la Parte II-IIae de la Summa Theologiae, «La corrección del que yerra es en cierta forma remedio que debe emplearse contra el pecado del prójimo.» Este pecado puede abordarse de dos maneras:
- Como algo nocivo para quien lo comete.
- Como algo nocivo para los demás. Cuando se sienten lesionados o escandalizados y como perjuicio del bien común.
Por tanto la corrección se da en dos sentidos también:
- Como remedio al pecado nocivo para quien peca. La corrección fraterna en sentido propio. Acto de caridad.
- Como remedio al pecado en cuanto revierte el daño causado a los demás y al bien común. Acto de justicia.
La corrección fraterna será considerada por el Doctor Angélico como un acto de caridad más esencial incluso que las obras de misericordia que atienden bienes corporales y exteriores ya que lo que está en juego aquí es el bien espiritual del prójimo.
«Si descuidares corregir, te vuelves peor que el que pecó.»
San Agustín de Hipona De verb. Dom
¿Estoy obligado a corregir siempre?
Ciertamente la corrección fraterna es un precepto, sin embargo, «hay que tener presente que, así como los preceptos negativos de la ley prohíben acciones pecaminosas, los afirmativos inculcan las virtuosas.» «Por eso los preceptos negativos obligan siempre y para siempre. Los actos de las virtudes, en cambio, no deben hacerse de cualquier manera, sino guardadas las debidas circunstancias requeridas para que un acto sea virtuoso, es decir, que se hagan en donde, cuando y del modo que se debe.»
Si se nos dice “No matarás” -precepto negativo- lo cumplimos sin más. Pero si se nos dice “corrige a tu prójimo” como acto de caridad -precepto positivo- hay que ver dónde, cuándo y cómo conviene corregirle, de lo contrario podríamos estar haciendo un mal en lugar de un bien ya que «si en un acto virtuoso se omite alguna circunstancia de tal categoría que quedara comprometido totalmente el bien de la virtud, esto iría contra el precepto.» Por ejemplo, si señalo el defecto de un padre de familia delante de su esposa e hijos al punto de menoscabar la autoridad que tiene sobre estos en lugar de esperar y buscar el momento oportuno estaré actuando no solo contra la virtud de la caridad sino también contra la de la prudencia. Por eso dirá Santo Tomás: «dado que la amonestación que conlleva la corrección fraterna tiene por fin remover el pecado del hermano, y esto incumbe a la caridad, es evidente que tal amonestación es principalmente acto de caridad como de virtud imperante; es, en cambio, acto de prudencia secundariamente, a título de virtud ejecutora y dirigente.» Por otro lado, «en el caso de que se omita una circunstancia cuyo defecto no vicie del todo la virtud, aunque no se logre en su totalidad el bien de la virtud, no se infringe el precepto», por ejemplo, cuando se corrige con cierta dureza el pecado de alguien aparentemente recio sin tomar en cuenta que específicamente ese pecado es el que más le lastima y doblega. Aunque no se falta al precepto, era más conveniente adecuar el modo o las formas a la realidad, es decir, ser más delicado al momento de corregir.
«Ignorando quién se cuenta en el número de los predestinados y quién no, nuestros sentimientos de caridad deben ser tales que deseemos la salvación de todos. Por eso a todos debemos prestar el servicio de la corrección fraterna contando con el auxilio divino.»
Santo Tomás citando a San Agustín en De corrept. et grat.
Santo Tomás señalará tres tipos de omisión a los que puede dar lugar la corrección fraterna:
- Omisión meritoria. Cuando se omite por caridad buscando el momento más oportuno.
- Omisión como pecado mortal. Cuando por temor o codicia no se efectúa la corrección.
- Omisión como pecado venial. Cuando por temor o codicia se retarda la corrección pero se llega a realizar.
En síntesis, no, no estamos obligados a corregir siempre. Menos aún a convertirnos en “exploratores vitae aliorum“, “fiscales de la vida ajena”, como diría el Aquinate. Postura bastante actual siendo que la sociedad de hoy más bien invita a todo el mundo a convertirse en censor moral de todos, promoviendo esa actitud insana de querer estar al tanto de todo lo que dice, hace o deja de hacer el otro. Se corrige solo cuando es prudente hacerlo.
¿Únicamente un superior es capaz de hacer una corrección?
Claro que no, según lo expuesto hay dos tipos de corrección.
- Corrección como acto de caridad, cuyo objetivo principal es la corrección del que hace mal con una simple amonestación. Esta corrección incumbe a cualquiera, súbdito o superior, que tenga caridad.
- Corrección como acto de justicia, cuyo objetivo es el bien común. Esta corrección además de amonestar, muchas veces supone ejecutar un castigo para que los demás, atemorizados, desistan del pecado. Por esta razón solo un superior puede corregir de esta manera.
¿Qué tipo de corrección corresponde hacerle a un miembro de la jerarquía eclesiástica?
Según lo expuesto, con respecto a un miembro de la jerarquía eclesiástica, el seglar, como cualquier subordinado, no podría ejecutar una corrección como acto de justicia por coacción penal. Sin embargo, la corrección como acto de caridad es algo que atañe a todos en relación con las personas a las que debe amar si ve en ellas algo reprensible.
Llegado a este punto, conviene recordar la tradicional distinción entre poder espiritual y poder temporal que la Iglesia siempre ha tenido presente en su doctrina. El poder espiritual lo ostenta la jerarquía eclesiástica, con el Santo Padre a la cabeza, y su soberanía se efectúa directamente sobre aquello que está vinculado directamente a la salvación de las almas (moral, liturgia, disciplina eclesiástica, etc.) e indirectamente, a través de su magisterio, sobre todo lo demás. El poder temporal lo ostenta de forma directa el seglar que esté ejerciendo el poder (un rey, un presidente, un alcalde, el dueño de una empresa, el jefe de familia, etc.), sin embargo no le es lícito gobernar de forma arbitraria sino que debe ajustarse a lo estipulado en el magisterio de la Iglesia. Entonces, si nos movemos en el plano espiritual, cualquier miembro de la jerarquía eclesiástica, o Iglesia docente, como diría el Catecismo Mayor de San Pio X, es superior respecto a los demás, o miembros de la Iglesia discente. Así, por ejemplo, en materia litúrgica, un obispo podría tomar decisiones de forma arbitraria y los seglares no podríamos más que ejecutar una corrección como acto de caridad por no tener ninguna autoridad sobre este aspecto. Sin embargo, si el seglar fuera el juez de un tribunal en el que un clérigo está siendo juzgado por algún delito tipificado entonces sí que se le puede aplicar coacción penal y ya no sería una corrección meramente de caridad sino de justicia y es que en el plano temporal un clérigo podría ser inferior.
Manteniéndonos en el plano espiritual, y quedando claro que a un miembro de la jerarquía eclesiástica solo podemos, o debemos, hacerle una corrección como acto de caridad, hay que señalar que no se debe hacer de cualquier manera. Vinculado a la virtud de la prudencia está la forma que acompaña a dicha corrección. En este sentido dirá Santo Tomás de Aquino: «dado que el acto virtuoso debe estar regulado por las debidas circunstancias, en la corrección del súbdito hacia su superior debe guardarse la debida moderación, o sea, no debe hacerlo ni con protervia ni con dureza, sino con mansedumbre y respeto. Por eso en 1 Tim 5,1 escribe el Apóstol: No increparás al anciano, sino exhórtale como a padre. Por eso mismo también reprocha Dionisio al monje Demófilo por haber corregido de manera irreverente a un sacerdote golpeándole y echándolo de la iglesia.»
En este mismo sentido, el segundo y tercer inciso del canon 212 del Código de Derecho Canónico dirá lo siguiente: «Los fieles tienen derecho a manifestar a los Pastores de la Iglesia sus necesidades, principalmente las espirituales, y sus deseos. Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestar a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres, la reverencia hacia los Pastores y habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas.»
Con esto queda claro que junto al “tempus loquendi“, tiempo de hablar, debe estar siempre el “modus loquendi“, modo de hablar, si lo que se busca es realizar una corrección realmente católica.
¿Corrección pública o corrección privada?
En consonancia con la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia, Santo Tomás enseñará que la corrección secreta precede por necesidad de precepto a la corrección pública. Sin embargo, para dejar claro cuándo corresponde ejecutar una corrección pública y cuándo no, hace una distinción entre tipos de pecados.
- Pecados públicos. Con estos no hay que preocuparse únicamente del remedio de quien pecó, sino también de todos aquellos que pudieran conocer la falta, para evitar que sufran escándalo. «Por ello, este tipo de pecados debe ser recriminado públicamente, a tenor de lo que escribe el Apóstol en 1 Tim 5,20: Increpa delante de todos al que peca, para que los otros conciban temor. Esto se entiende de los pecados públicos, según el parecer de San Agustín en el libro De verb. Dom.»
- Pecados ocultos.
- Pecados ocultos que redundan en perjuicio corporal o espiritual del prójimo. «Por ejemplo, si uno maquina la manera de entregar la ciudad al enemigo, o si el hereje privadamente aparta a los hombres de la fe. En esos casos, como quien peca ocultamente, peca no sólo contra ti, sino también contra otros, se debe proceder inmediatamente a la denuncia (pública) para impedir tal daño, a no ser que alguien tuviera buenas razones para creer que se podría alejar ese mal con la recriminación secreta.»
- Pecados ocultos que redundan en perjuicio de quien peca y de ti contra quien peca, «porque resultas dañado por quien comete el pecado o simplemente por conocimiento de ello. Entonces solamente hay que buscar el remedio del hermano delincuente»
Como se puede ver, solo con este último tipo de pecado conviene una corrección privada, sobre todo atendiendo a la conservación de la reputación de aquel a quien se corrige. «Esta, en verdad, es útil, en primer lugar para el mismo que peca, no solamente en el plano temporal, en el que la pérdida de la buena reputación conlleva múltiples perjuicios, sino también en el plano espiritual, ya que el temor a la infamia aleja a muchos del pecado, de suerte que, cuando se sienten difamados, pecan sin freno. Por eso escribe San Jerónimo: Ha de ser corregido el hermano a solas, no suceda que, al perder una vez el pudor y la vergüenza, se quede en el pecado. En segundo lugar se debe guardar la fama del hermano que ha pecado, ya que su deshonor repercute en los demás, como advierte San Agustín en la epístola Ad Plebem Hipponensem: Cuando de alguno que profesa el santo nombre se deja oír falso crimen o se pone de manifiesto el verdadero, se insiste, se remueve, se intriga, para hacer creer que todos están en el mismo caso. Además, sucede también que, hecho público el pecado de uno, otros se sienten inducidos a pecar. Pero como la conciencia debe ser preferida a la fama, ha querido Dios que, incluso con dispendio de la fama, la conciencia del hermano se librara del pecado por pública denuncia.»
Por otro lado, centrándonos únicamente en los miembros de la jerarquía eclesiástica, si lo que se pone en riesgo es la fe misma, entonces con mayor razón se debe apelar a la corrección pública. Por eso dirá el Doctor Angélico: «En el caso de que amenazare un peligro para la fe, los superiores deberían ser reprendidos incluso públicamente por sus súbditos. Por eso San Pablo, siendo súbdito de San Pedro, le reprendió en público a causa del peligro inminente de escándalo en la fe. Y como dice la Glosa de San Agustín: Pedro mismo dio a los mayores ejemplo de que, en el caso de apartarse del camino recto, no desdeñen verse corregidos hasta por los inferiores.»
Usemos algunos ejemplos para ilustrar mejor este punto:
- Frente a un obispo que gusta de ir con frecuencia a la cantina y salir de allí totalmente ebrio. Corresponde una corrección pública por ser una falta pública.
- Frente a un obispo que defiende o alienta doctrinas condenadas por la Iglesia o que actúa en contra de la fe y la moral católicas. Corresponde una corrección pública por constituir un peligro para la fe.
- Frente a un obispo que secretamente transa con otros miembros del clero en contra de sacerdotes que no son de su misma línea, contradiciendo lo estipulado por el derecho canónico. Corresponde una corrección pública para impedir tal daño, a menos que se tenga seguridad de que con la sola amonestación privada este obispo abandonará esa mala praxis. Por ejemplo, si quien amonesta fuera alguien a quien el obispo siempre hiciera caso.
- Frente a un obispo que me maltrató con alguna frase hiriente o grosera. Corresponde corrección privada.
¿Dónde queda eso de que “el que obedece no se equivoca”?
La obediencia, como virtud moral, es susceptible de defecto como de exceso. Por defecto cuando no se obedece a quien se debe, por exceso cuando se obedece a quien no se debe o en cosas que no tienen por qué obedecerse. Aunque este tema se expone con mayor precisión en la cuestión 104 de la Parte II-IIae y escapa un poco al fin que persigue este artículo, solo conviene recordar cuándo constituye falsa obediencia u obediencia ilícita:
- Cuando la orden contradice un mandato de orden superior.
- Cuando quien ordena lo hace sobre algo que escapa a su competencia.
Volviendo a la cuestión 33 de la Parte II-IIae, dirá el Doctor Angélico «No se debe obedecer al superior contra el mandamiento divino, según leemos en Hechos 5,29: Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Por eso, cuando el superior ordena que se le diga algo que se sabe digno de corrección, se ha de tomar el precepto prudentemente, salvo siempre el orden que se debe seguir en la corrección fraterna, ora se dé el precepto para todos en general, ora se dé para algunos en especial. Pero si el superior estableciera un precepto contra el orden establecido por Dios, pecaría quien lo mandara y quien le obedeciera, como actuando contra el precepto del Señor; de ahí que no habría que obedecerle. Un superior, en efecto, no es juez de cosas ocultas, sino solo Dios. Por eso no tiene poder para mandar sobre lo que es secreto, a no ser que se conozca por algunos indicios, por ejemplo, infamia u otras sospechas. En estos casos puede el superior mandar; del mismo modo que el juez, seglar o eclesiástico, puede exigir juramento de decir la verdad.»
De esta manera queda claro que la obediencia omnímoda a la jerarquía eclesiástica no es católica. Además de corregir a un clérigo cuando este manda algo que no debe también le es lícito al seglar no obedecerle.
¿Quién soy yo para corregir a un clérigo?
Este tipo de reparo, si bien es cierto, podría estar fundado en el sentido católico de autoridad, no responde a una análisis correcto de la realidad. Sobre esto nos dirá el Doctor Angélico «Creerse en todo mejor que su superior parece presuntuosa soberbia; pensar, en cambio, que es mejor en algo no tiene nada de presunción, ya que en esta vida no hay nadie sin defecto. Pero hay que tener en cuenta también que quien amonesta con caridad a su superior, no por eso se considera mejor, sino que va en auxilio de quien está en un peligro tanto mayor cuanto más alto puesto ocupa, como enseña San Agustín.»
¿Y si al corregir genero escándalo en los menos formados?
Santo Tomás, siguiendo a San Jerónimo, en la cuestión 43 de la Parte II-IIae de la Summa Theologiae, entenderá escándalo como tropiezo, ruina o lesión del pie, esto a partir de su origen griego. Luego dirá «Sucede, en efecto, que en el camino material se pone a veces un obstáculo, y quien tropieza en él corre el riesgo de caer; ese obstáculo se llama escándalo. Acontece igualmente en la vida espiritual que las palabras y acciones de otro inducen a ruina espiritual en cuanto que con su amonestación, solicitación o ejemplo arrastran al pecado. Esto es propiamente escándalo. Ahora bien, no hay nada que por su propia naturaleza induzca a ruina espiritual, a no ser que tenga algún defecto de rectitud. En efecto, lo que es perfectamente recto, lejos de inducir a la caída, preserva de ella. Por eso es buena la definición del escándalo: Dicho o hecho menos recto que ofrece ocasión de ruina.»
De esto se sigue que si la corrección se hace como se debe no hay cómo se le pueda imputar pecado alguno por seguir escándalo. Esto queda más claro aún cuando el Aquinate distingue entre escandalo activo y escándalo pasivo:
- Escándalo activo. «Cuando alguien, con lo que dice o lo que hace, intenta inducir a otro a pecar; o también, aun en el caso de que no lo intente, lo que hace es de tal naturaleza que induzca a pecar; por ejemplo, pecando públicamente o haciendo algo que tiene apariencia de pecado. Quien realiza una acción de ese tipo ofrece propiamente ocasión de caída; por eso se llama escándalo activo.»
- Escándalo pasivo. «Cuando se ve alguien inducido a pecar por estar mal dispuesto, como, por ejemplo, el envidioso de bienes ajenos. En este caso, el que hace esa acción recta, en cuanto está de su parte, no da ocasión, sino que el otro la toma, conforme a las palabras del Apóstol: Tomando ocasión por medio del precepto (Rom 7,8). Este es escándalo pasivo, y no escándalo activo, ya que, quien obra con rectitud, en cuanto está de su parte, no da ocasión de la ruina que padece el otro.»
De esta manera, cuando se objete a la corrección pública hecha a miembros de la jerarquía eclesiástica el que los protestantes se van a alegrar al ver a los católicos divididos, que los que están flaqueando en su fe al enterarse del mal causado por un clérigo se van a terminar yendo de la Iglesia, o algo por el estilo, estaremos frente a posibles escándalos de tipo pasivo en donde no se le puede imputar pecado alguno a quien lo provocó por hacer un bien debido al actuar con rectitud. Ahora bien, aunque ya hemos mencionado cómo está esto vinculado a la virtud de la prudencia, hay un detalle más que vale la pena destacar a propósito del escándalo ¿Será que para evitar escandalizar a alguien tengo que abandonar el hacer un bien espiritual? a esta pregunta el Aquinate responderá de la siguiente manera:
«Como hay dos clases de escándalo, a saber: el activo y el pasivo, huelga plantearse esta cuestión respecto al escándalo activo. En efecto, dado que el escándalo activo es un dicho o un hecho menos recto, jamás deberá hacerse nada con este escándalo. La cuestión, empero, tiene razón de ser respecto al escándalo pasivo. Se debe, pues, considerar qué hay que dejar para que otro no se escandalice. Pues bien, entre los bienes espirituales hay que distinguir. Algunos son necesarios para la salvación, y éstos no se pueden omitir sin pecado mortal, ya que es evidente que nadie puede pecar mortalmente para impedir el pecado de otro, porque el orden de la caridad exige que la salud espiritual propia prevalezca sobre la ajena. Por lo mismo, lo necesario para la salvación no debe omitirse a efectos de evitar el escándalo.
En cuanto a los bienes espirituales no necesarios para la salvación se impone, a su vez, establecer una distinción. En efecto, el escándalo a que dan lugar proviene, a veces, de la malicia; tal es el caso de quien quiere impedir ese tipo de bienes espirituales provocando escándalo. Ese era el escándalo de los fariseos, que se escandalizaban de la doctrina del Señor. Ese tipo de escándalo debe desdeñarse, como enseña el Señor (Mt 15, 14). Pero el escándalo proviene a veces de la debilidad y de la ignorancia; es el escándalo de los pusilánimes. En ese caso se deben ocultar, y a veces incluso diferir, las obras espirituales, si puede hacerse sin inminente peligro, hasta que, explicado el tema, se desvanezca el escándalo. Pero si, una vez explicado el tema, continúa el escándalo, parece que éste proviene entonces de la malicia, en cuyo caso no hay razón para omitir las obras espirituales a causa de él.»
Entonces, si la corrección a un miembro de la jerarquía eclesiástica genera escándalo pasivo en algún fiel por la malicia que este alberga, tal como acontecía con los fariseos, no es algo a lo que se le deba dar la menor importancia. Pero si el escándalo generado se debe a la pusilanimidad del fiel, a su debilidad o ignorancia, conviene entonces atrasar dicha corrección hasta que el tema quede bien explicado; esto está vinculado a lo que antes habíamos mencionado respecto a la omisión meritoria. Por este motivo, considero muy conveniente realizar tales correcciones señalando qué puntos de la doctrina y moral católicas se han visto vulneradas, contrastando lo dicho o hecho por el clérigo con el Magisterio de la Iglesia y/o el Código de Derecho Canónico, dejando claro que el punto de partida no atiende a una opinión subjetiva sino a lo que es vinculante para todo fiel católico. Realizada así la corrección es casi imposible que sea causa de escándalo pasivo.
Conclusión
Aunque ya el Aquinate nos ha dicho que la corrección que pueda hacer un súbdito a un superior debe asemejarse a cuando un hijo exhorta a un padre, no está de más señalar un modelo un poco más específico que ese ya que las relaciones paterno-filiales de hoy en día, por el avance insano de la Revolución, se han diluido tanto al punto de asemejarse a las de una simple amistad sin mayor sentido de jerarquía. Muchos son los santos que han realizado correcciones a un miembro de la jerarquía eclesiástica, sin embargo, de todos ellos, considero que el mejor ejemplo de perfecta unión entre el tempus loquendi y el modus loquendi lo encontramos en Santa Catalina de Siena, doctora de la Iglesia. La misma que nos decía «¡Basta de silencios!¡Gritad con cien mil lenguas! porque, por haber callado, ¡el mundo está podrido!» es la que llamaba al Papa a quien corrigió públicamente y en muchas ocasiones «il dolce Cristo in terra». Al leer sus cartas uno puede saborear con claridad esa perfecta unión entre dureza y dulzura que debe caracterizar toda corrección realizada por un hijo hacia un padre, por un seglar hacia un miembro de la jerarquía eclesiástica. Dios quiera que en lugar de aumentar, las ocasiones de corrección pública disminuyan por el bien y la paz de su Iglesia.
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